viernes, 24 de octubre de 2008

Viendo persianas cerradas con el señor de las estufas

Tiene la caja torácica muy estrecha y un bigote finísimo. Con las manos en los bolsillos, está apoyado entre las dos columnas que dan entrada al jardín delantero de la que parece su casa. A unos metros, lo miro desde arriba. Me doy cuenta de que hay dos tipos de personas muy petisas: los enanos y los que no se puede creer que de tan petisos que son, no sean enanos. Este hombre es de los segundos; y ahí me doy cuenta de algo más: lo conozco. Arreglaba la estufa de mi casa cuando yo era chico y mi hermano Tomás, que era aún más chico, ya lo había entrevistado una vez, junto a una estufa. “¿Por qué sos tan bajito?”, le dijo.
Le quiero decir que lo conozco, que arreglaba las estufas de mi casa, pero no me sale el nombre de su profesión. Pienso: gasista, el hombre de las estufas, plomero no. Creo que es gasista, pero no me animo a preguntarle si es gasista porque tampoco estoy tan seguro de que ese sea el nombre de la profesión ni de que él sea aquél hombre tan petiso.
Me mira llegar. Las manos en los bolsillos todavía. Vengo de la zapatería de la esquina, junto a la que parece la casa de este hombre. “¿Venís a la zapatería?”. Miro el auto que está en frente de la que parece su casa y es el mismo que tenía el señor de las estufas. Chiquito como él, de una marca extraña, amarillo. Unos segundos antes me había enterado que la zapatería estaba cerrada, que la señora Genoveva había fallado a nuestra cita. “Sí, vengo a la zapatería, le estoy haciendo unas preguntas a la señora”. Los dos nos damos vuelta para mirar la esquina, para ver las persianas metálicas bajas de la zapatería.

Una semana atrás entré en la zapatería por primera y última vez. Estuve tocando timbre un rato, haciéndole caso al cartel: Toque timbre. Ya me trataban de usted. Lo mismo hizo Genoveva cuando llegó. “¿Qué quiere?”, ladró con la puerta a medio abrir Genoveva. La señora, de unos 70 años, o tal vez un poco más, me miraba hosca rodeada por el aura de oscuridad de su zapatería. Atrás, junto al mostrador, una pequeña luz quería ganar la partida. La convencí de que me deje entrar, de que no la iba a matar, sólo le iba a hacer unas preguntas.
Un trabajo para la facultad. Qué lindo tiene el lugar. Podemos tomar unos mates si quiere. “No tomo mate”, ruge Genoveva. Custodiada por sus zapatos todavía quería seguir pensando que los jóvenes están perdidos y le costaba entrar en confianza. Yo me divertía con el juego de conquistar una viejita sin que ella sepa, aunque tal vez lo intuía y también jugaba a no dejar que el joven la conquiste.
Genoveva y la zapatería están en una esquina. Tiene dos o tres escalones antes de entrar y la puerta vidriada en medio de la vidriera. Allí posan unos maniquíes insulsos, marrones, y algunos zapatos viejos que hacen pensar que el lugar está en liquidación. Adentro, en cambio, es el mundo del zapato. Y el mundo de la melancolía hecha zapato.
“¿Mi vida?”, escupe Genoveva. “¿A vos te parece que mi vida es interesante?”. “Todas las vidas son interesantes”, digo lugares comunes con mi sonrisa más estúpida.
Detrás del mostrador hay una puerta que comunica con lo que creo es una casa. Se asoma por el hueco una luz de televisión y un sonido de chismes del espectáculo. No sé si hay alguien más por allí dando vueltas, aunque tengo la impresión de que sí. Genoveva ya no sostiene más la puerta, ahora estamos los dos del lado de adentro; pero los brazos en jarra de la vieja, que parece una tetera, me hacen pensar que mucho tiempo más no me voy a quedar.
“Nací en un pueblo de la baja Italia (me dijo el nombre, pero no me lo acuerdo. "No te lo vas a acordar", profetizó Genoveva), hace muchos años. Mi padre se vino para la Argentina cuando yo tenía sólo ocho días”. Lo dice con un peso que hace que sienta cada uno de esos ocho días que se le quedaron marcados en la frente, o en los tobillos. Parece que a partir de ese día, empezó a creer que todos eran su padre, “a todos les decía papá, pero una prima mía se encargaba de decirme que no, que no eran todos mi papá”. De hecho ninguno lo era.
Su padre había sido zapatero, y también lo fue su marido. A su padre Genoveva lo conoció en la Argentina, aunque ella dice que en verdad nunca lo conoció. Cuando lo vio ya era tarde y lo confundía con su tío, que era igualito. Trato de imaginarme a su padre y trato de imaginármelo distinto a todos los italianos inmigrantes que vi en las películas. No puedo. Ella me lo describe: “lo que tenía de distinto mi padre, lo que hacía que yo lo reconozca cuando vine a la Argentina a mis diez años, era que tenía rota una alpargata, entonces así yo lo diferenciaba de mi tío”. Al final es igual que en las películas, pienso. También pienso que en casa de herrero cuchillo de palo por lo de las alpargatas rotas del zapatero, aunque en verdad Genoveva no me dice si su padre se hizo zapatero antes o después de lo de la alpargata. O si se hizo zapatero para arreglar la alpargata.
Nos quedamos callados y creo que los dos nos ponemos a mirar la cantidad de cajas blancas que hay en ese pequeño cuadrado. Yo me acuerdo que alguna vez fui ahí con mi vieja a arreglar algún zapato cuando el marido de Genoveva vivía. Tenían un loro o una tortuga, algo que me llamaba la atención. Y creo que el lugar era menos oscuro, o yo veía las cosas más claras. “Todos estos zapatos hay que venderlos, porque desde que falleció mi marido ya nadie arregla zapatos acá. Los que se ocupaban del oficio eran los hombres. Yo ahora sólo espero vender todo lo que quedó”, improvisa un tango Genoveva y se empieza a sentir mal. “Me baja la presión”, me echa la culpa Genoveva. Como pensaba, me tengo que ir antes de lo que yo quería. Pero la mujer que decía que su vida no era interesante me guardaba un final de antología, mirando otra vez los dos los zapatos: “Cuando los venda todos, ahí me muero yo y nos morimos mi papá y yo de nuevo los dos juntos”, me dice. Chan, chan.
Y algo más, “no digas que me llamo Genoveva”. Eso sí que no me lo explica. “Vas a tener que venir otro día entonces, porque ya así no puedo”, esta vez me tutea y siento que un poco gané la partida, aunque en verdad ella fue la que manejó todo. Sin darme cuenta estoy otra vez en la calle y Genoveva cerró con llave. Salió caminando y se sumergió detrás del mostrador, en el hueco pintado con sombras de televisión. No le miré los zapatos.

Una semana después, con el hombre tan petiso que no se puede creer que no sea enano, seguimos mirando la esquina. Como comprobando que efectivamente están las persianas cerradas. “La señora se descompuso el domingo. Era diabética y ahora parece que está muy mal. Creo que está en coma”, me cuenta el señor de las estufas. “Si querés acá a la vuelta vive el hijo que es contador. Vas hasta la esquina y ahí donde está el local de ropa, ahí arriba vive el hijo que es el que se está encargando de todo. Le podés preguntar a él”.
Bueno, gracias, muchas gracias, qué lástima.
Vuelvo caminando y paso por el local donde arriba vive el contador pero no toco el timbre. Genoveva ya me contó todo lo que quería contar.

por lucas

martes, 14 de octubre de 2008

jueves, 2 de octubre de 2008

Una señora en una hamaca

Nada que hacer.
Como tantas tardes,
no hay nada que hacer.
Sólo pensar.
Si miro fijo a un punto
tal vez creo un mundo.
Tal vez creo en algo
Tal vez creo en mí.
O en lo que pude ser.
La diferencia entre la locura y la calma es el tono de voz.
Si yo diría todo lo que pienso en voz alta
yo misma creería en la locura
y ahí mismo creería en algo.
Se solucionarían el tedio y el juego.
Cómo matar el tiempo,
como matarme.
Sólo saltar desde esta hamaca hasta la locura.
Es sólo un paso:
abrir la boca y saltar.
Tal vez creo un mundo nuevo
donde yo soy la loca.
Donde no hablo de locura.
Donde soy.
Donde pasa el tiempo.
Donde pasa un río.
Donde pasa un río desde mí.
Un río que arranca en mis pies.
Que arranca en mi hamaca.
En mi hamaca y en mi estómago.
Allí es como una montaña.
Un río como una montaña.
En mi estómago el río,
es una montaña.
Podría pasar tardes enteras,
hasta el final,
comiendo tiempos y creando ríos,
montañas,
hamacas,
personas.
No hay nada que hacer,
Menos ahora,
Que sé que nunca hubo nada que hacer.
Simplemente había que contar historias,
Que reír con la boca,
Que llorar con los ojos,
Que tocar con los dedos,
Que abrir el vientre,
Que abrir el mundo.
A veces rerír con los ojos,
A veces tocar con el vientre,
Y allí venían los hijos.
Con sus hamacas.
Allí vinieron los hijos,
Pero sin río.
Se rieron ellos también,
Tal vez tendrán sus hamacas,
Más adelante.
Su diálogo con ellos mismos,
Mi recuerdo,
Mi vientre,
Mis dedos,
Mi llorar con la boca.
Tal vez creí en ellos,
Tal vez los cree.
Tal vez nacieron de la nada,
o yo soy la nada.
¿Puedo ser su vientre
Si salto a la locura?
¿Puedo ser su madre
Si bajo de la hamaca?
¿Puedo ser su río?
Si ellos quieren.
A veces soy un río seco,
Y cuando llega la hora,
ni siquiera soy un río.
Tan sólo soy agua,
Pero poca.
Poco agua para ellos,
Que querían cuencas,
que quisieron ríos.
Nada que hacer.
Como tantas tardes,
no hay nada que hacer.
Sólo soñar,
que fueron otros los que vinieron.
Que tuve otros hijos,
que tuve otras bocas,
que fui otros ríos.
Que nade en el mar sola,
Que desnudé mi cuerpo,
Que fui perro,
Que fui rana,
Que fui pez.
Tanta vida,
tantas tardes,
tantos hombres dando vueltas,
cada uno con su hamaca,
jugando a ser grandes,
A ser hombres,
A ser hijos,
A ser peces.
No hay nada que hacer.
Como tantas tardes,
no hay nada que hacer.
Bajar un pie,
dejar el vestido,
soltar los dedos de las cuerdas,
E ir al monte.
A no hacer nada.
A no ser madre,
a no ser río.
A no ser que alguien venga,
y se ría conmigo.
No hay nada que hacer.
Como tantas tardes,
no hay nada que hacer.

por lucas