miércoles, 15 de junio de 2011

La muerte de un pájaro

Todavía recuerdo como una nube verde de hojas, recuerdo que algunas se quebraron, que las quebré con el pico en la confusión y los nervios y después una sensación de impulso en mi estómago, como una patada cortita desde adentro, como si mi cuerpo empujara a mi propio cuerpo. Después: todas las plumas erizadas en un segundo. Dicen que nadie puede recordar el primer vuelo. Uno de mis hermanos decía: “no hay memoria de esos momentos”. Pero yo una vez conocí un búho que recordaba el día en que nació, entonces quién me va a decir a mí que yo inventé mis recuerdos. Era un búho aterrador. Muy aterrador. Por lo menos para mí, porque yo creía que los búhos podían comerme. Otro de mis hermanos me lo había dicho una vez, para asustarme y lo había logrado. Yo me dormía muchas veces pensando en eso. Incluso trataba siempre de no ser el último contra las paredes del nido. Buscaba dormir en medio de la fila. Me aterraba la sensación de ser el último contacto entre el nido y el mundo, entre el nido y la noche. Muchas veces no podía dormir y mis hermanos me decían: “no seas estúpido, los pájaros no comen pájaros”. Pero yo seguía sin dormir. Y una tarde me topé con este búho; el búho que recordaba su nacimiento. Yo con un año y con el temor absurdo de ser devorado por un búho. Él, paciente en su rama gruesa, sereno y muy serio. Casi me choco con él. Yo volaba hace pocos meses y salí detrás de una hoja grande creyendo que después venía el aire fresco y el campo y en lugar de eso me encontré con su figura. Venía “pensando demasiado”, como dirían mis hermanos. Pude esquivarlo pero no a la rama más pequeña que había junto a él. Ahí estaba yo, tirado sobre el mismo suelo de madera sobre el que se posaba el peor de mis temores. Me miró, se rió con ganas y me dijo: “bienvenido”.

Ese fue el primero de muchos encuentros y el comienzo de una amistad. Pensar que le temía y después descubrí en él a una especie de maestro. Él me enseñó sobre la calma, sobre el silencio. Era él el que decía recordar el día en que nació.

Una tarde yo andaba triste, ya no recuerdo por qué, pero andaba triste. Y él me dijo: “¿te acordás del año pasado, cuando llegó la primavera? Todavía me acuerdo cómo saltabas de una rama a la otra, cómo jugaban todos ustedes (por mis hermanos y por mí, lo decía) yendo del álamo a los charcos, a rozar las flores con sus picos”. Yo asentí levantando levemente las alas, resignado. Él me dijo: “Si lográs recordarlo, ahora también estarías feliz. Si uno hace fuerza, puede recordar todas las cosas buenas y volver a vivirlas. Y también entender que las puede vivir una vez más si quiere”. Y me decía una frase, que no era de él, según él se la habían contado, y decía: “por la noche, en la oscuridad, la nieve sigue siendo blanca aunque no la veamos”. Y en una de esas charlas me contó cómo él recordaba el momento en que había nacido. Me dijo que para él era muy importante recordarlo, para disfrutar de su vida, que era un regalo. Así decía, mientras miraba el campo: “Yo se que todo esto es una especie de extraña casualidad. Yo, la rama, el aire, el campo, el sol. Esa casa que se ve allá lejos, con su humo y su olor. Es extraño y mágico que todos estemos aquí. Por eso recuerdo mi nacimiento”. Una vez también me dijo: “no sólo soy consciente de eso, también soy consciente de que pude no haber sido… y de que algún día ya no seré”. Y allí volvía a formarse ante mí toda su imagen de búho, de misterio; otra vez el temor. Pero él podía pensar eso y estar tranquilo. Yo en ese momento no veía más allá de mi próxima carrera contra las flores, la próxima aventura. Ese era mi futuro más lejano: correr como un loco por el aire hasta estar a un centímetro de una roca, de la tierra, del agua y ahí doblar y subir y gozar de mi velocidad, de mi juventud. Con el tiempo fueron decantando sus palabras. Y comencé a hacer ese ejercicio de recordar. Por eso puedo recordar mi primer salto, la primera vez que pude volar. Aunque mis hermanos se hayan reído tanto de mí. Recuerdo mis plumas erizadas y la sensación de no tener suelo y la extraña sensación de que podía confiar en no tener suelo y que el suelo llegaría cuando yo quisiera y no me caería, ya no me caería. Dejar atrás el álamo un metro, dos metros, cincuenta metros, cien metros. Dejar atrás el álamo hasta que las proporciones se invertían y ahora el álamo era un punto pequeño detrás y la casa del hombre algo grande, y ver un techo, una teja, sentir el humo de la chimenea hacerme cosquillas en el pico y empaparme las alas, ahumarme las alas si yo así lo quería. Y después correr en picada hacia el agua y bañarme y desahumarme y secarme con el viento subiendo rápido. Y volver al álamo. La sensación de volver al álamo, al suelo de madera. Ahora veo al viejo álamo con el rabillo del ojo y se con seguridad que ya nunca volveré a su suelo. Una de mis alas ya no responde y será cuestión de días o de horas para que algún animal me encuentre. Por lo menos se que no será un búho, porque los pájaros no comen pájaros. Un búho es el que me salva de este momento, el búho que me enseñó a recordar. Y puedo agradecerle por estar aquí tendido y recordar mi primer salto, mi primer vuelo. Puedo sonreír con mi pico lleno de tierra y mirar mi ala manchada con sangre. Sus palabras me ayudan a entender ahora que pude no haber sido y también que ya no seré. Y que una vez volé por primera vez y llené mis plumas de aire. Que se hincharon mis plumas y se llenaron de viento por primera vez y que mis garras pequeñas no encontraron el suelo y se marearon y sonrieron y se inclinaron ante el viento fuerte y que planeé y que volví mucha veces a un álamo para volver a partir a volar muchas veces más. Todas las veces que quise volar.

inspirado en "Balada del Álamo Carolina", de Haroldo Conti.

por lucas

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