miércoles, 22 de junio de 2011

Charla en una ruta

Dos compañeros de trabajo, de unos 50 años, en un coche que cruza por una ruta vacía, en la noche. Los encontramos en medio de una conversación.

Conductor: Y ella se pasa la semana viajando de acá para allá. Y encima los sábados también labura.
Copiloto: Pero che, eso es mucho esfuerzo.
Conductor: “El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”. O de mujer, en este caso.
Copiloto: ¿Qué decís?
Conductor: Es una frase.
Copiloto: ¿De dónde la sacaste?
Conductor: De dónde la saqué….es una frase que decía mi abuela.
Copiloto: ¿Qué quiere decir? ¿Cómo era?
Conductor: “El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”. Es una frase que decía mi abuela. Siempre la decía. También decía: jue de men, jue de villene.
Copiloto: ¿Qué?
Conductor: Juego de manos, juego de villanos, en francés.
Copiloto: No sabía que sabías francés.
Conductor: No sé, sólo se esa frase y ni siquiera sé si está bien pronunciada. Pero mi abuela la decía así…y también decía esa otra que te dije antes. Para mi tiene bastante sentido.
Copiloto: Para mí es una pelotudez.
Conductor: No, pero mirá que es una frase de un groso eh, no se si no es de Ghandi o de alguno así. O de Shakespeare.
Copiloto: ¿Y qué? ¿Por qué la dijo Ghandi o Shakespeare ahora me tengo que mear encima? ¿O ahora Ghandi o Shakespeare nunca dijeron una pelotudez? Si querés lo dejo a Ghandi tranquilo, con todo lo de la espiritualidad y todo eso, pero Shakespeare, dicen que era un borracho.
Conductor: ¿Quién dice?
Copiloto: Lo leí por ahí. No sé, la cosa es que no me va a cambiar el sentido de la frase porque la haya dicho alguien más o menos importante.
Conductor: ¿Lo leí por ahí? Claro, un tipo se mata toda su vida para ser uno de los mejores escritores de la historia para que después venga un vendedor de seguros panzón a gritarle al mundo que era un borracho, pero ni siquiera chequeó la fuente.
Copiloto: Lo que digo es que la frase es mala.
Conductor: Si ni te la acordás.
Copiloto: El esfuerzo por llegar a la cima es lo que llena el corazón de un hombre.
Conductor: No, no… “el esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para…”
Copiloto: Basta.
Conductor: Sí, basta.
Copiloto: No, que basta, que ya sé cómo es la frase, la dije más o menos igual. No estoy de acuerdo. Creo que si no llegás a la cima no llenás un puto corazón.
Conductor: No, no entendiste la frase.
Copiloto: Sí la entendí viejo, sí la entendí. ¿Ahora vos sos el literato del auto?
Conductor: No, pero chequeo la fuente, no como otros.
Copiloto: Tu abuela.
Conductor: ¿Qué te pasa?
Copiloto: No, digo, que la fuente es tu abuela.
Conductor: Ah…sí…bueno, pero mirá que mi abuela era más culta que la mierda, eh…vino del interior, de La Pampa, pero pasó por cuanto grupo de teatro había en la provincia y después en Buenos Aires iba siempre al teatro, siempre. Así que es una buena fuente. Y decía siempre esa frase, por eso me quedó.
Copiloto: Si, está bien.
Conductor: Y eso que era una frase larga para decir, pero la decía seguido. Aunque siempre para cosas pelotudeces. En eso era genial la vieja. Nos mandaba a sacar la basura y se mandaba esta frase de Shakespeare.
Copiloto: O de Ghandi.
Conductor: Quién sabe. La decía cuando nos mandaba a sacar la basura. Yo o mi hermano, cualquiera de los dos que se encontrara ante esa tarea, nos poníamos a putear. El departamento de mi abuela era, sigue siendo, bah, el departamento sigue siendo…en un segundo piso pero tenía descansos largos la escalera, como pasillos casi. Entonces había que caminar yo creo que unos buenos 200 metros desde la cocina hasta la calle, con la bolsa de basura. Y siempre alguno de los dos terminaba yendo. Casi siempre mi hermano, que era más chico. Pero bueno, la cosa es que cualquiera de los dos que iba, iba puteando. Y ella miraba desde la puerta abierta y se reía diciendo esa frase.
Copiloto: Piola la vieja.
Conductor: Yo nunca entendí esa frase, la repetí como un loro a mis hijos toda la vida. Cuando eran más chicos, cada vez que alguno tenía que ir a buscar algo que le pedía la madre o en las vacaciones, cuando hacíamos un asado que había que ir a buscar leña al bosque. Se ponían a putear los pendejos. Y yo la citaba a mi abuela, yo y mi hermano, ahora con un vasito de vino en la mano, poníamos la voz de la vieja y decimos lo del esfuerzo. Y nos cagábamos de risa de ver a los pendejos rezongando como nosotros. Pero el día que murió mi vieja me saltó sola.
Copiloto: ¿No era tu abuela?
Conductor: No, sí, la decía mi abuela. Pero el día que murió mi vieja me saltó la frase así en la cabeza. Mi abuela ya había muerto hace años. Pero me saltó sola la frase. Estábamos en la casa de mi cuñada, que tiene jardín, y yo me fui a fumar un pucho, en el velorio. Y estaba mirando la pileta y las hojas que estaban ahí en la pileta. Y me vino la frase y la entendí por primera vez.
Copiloto: ¿Qué entendiste?
Conductor: La frase…la entendí. Que no había ninguna cima para llegar, o que en todo caso no importaba la cima. Porque en el caso de mi vieja, en ese momento, en el velorio, la cima de ella para mí era un cajón marrón tan solemne como absurdo. Entonces dije, bah…pensé…claro…me acuerdo que pensé: ¿qué cima? El esfuerzo, el camino es lo que importa. No hay ningún lado a donde llegar. Eso pensé, mientras miraba las hojas en el agua.
Copiloto: Che, ¿por qué no frenamos acá? Mirá que no sé cuándo tenés la próxima.
Conductor: Dale…frenemos acá nomás.

por lucas

miércoles, 15 de junio de 2011

La muerte de un pájaro

Todavía recuerdo como una nube verde de hojas, recuerdo que algunas se quebraron, que las quebré con el pico en la confusión y los nervios y después una sensación de impulso en mi estómago, como una patada cortita desde adentro, como si mi cuerpo empujara a mi propio cuerpo. Después: todas las plumas erizadas en un segundo. Dicen que nadie puede recordar el primer vuelo. Uno de mis hermanos decía: “no hay memoria de esos momentos”. Pero yo una vez conocí un búho que recordaba el día en que nació, entonces quién me va a decir a mí que yo inventé mis recuerdos. Era un búho aterrador. Muy aterrador. Por lo menos para mí, porque yo creía que los búhos podían comerme. Otro de mis hermanos me lo había dicho una vez, para asustarme y lo había logrado. Yo me dormía muchas veces pensando en eso. Incluso trataba siempre de no ser el último contra las paredes del nido. Buscaba dormir en medio de la fila. Me aterraba la sensación de ser el último contacto entre el nido y el mundo, entre el nido y la noche. Muchas veces no podía dormir y mis hermanos me decían: “no seas estúpido, los pájaros no comen pájaros”. Pero yo seguía sin dormir. Y una tarde me topé con este búho; el búho que recordaba su nacimiento. Yo con un año y con el temor absurdo de ser devorado por un búho. Él, paciente en su rama gruesa, sereno y muy serio. Casi me choco con él. Yo volaba hace pocos meses y salí detrás de una hoja grande creyendo que después venía el aire fresco y el campo y en lugar de eso me encontré con su figura. Venía “pensando demasiado”, como dirían mis hermanos. Pude esquivarlo pero no a la rama más pequeña que había junto a él. Ahí estaba yo, tirado sobre el mismo suelo de madera sobre el que se posaba el peor de mis temores. Me miró, se rió con ganas y me dijo: “bienvenido”.

Ese fue el primero de muchos encuentros y el comienzo de una amistad. Pensar que le temía y después descubrí en él a una especie de maestro. Él me enseñó sobre la calma, sobre el silencio. Era él el que decía recordar el día en que nació.

Una tarde yo andaba triste, ya no recuerdo por qué, pero andaba triste. Y él me dijo: “¿te acordás del año pasado, cuando llegó la primavera? Todavía me acuerdo cómo saltabas de una rama a la otra, cómo jugaban todos ustedes (por mis hermanos y por mí, lo decía) yendo del álamo a los charcos, a rozar las flores con sus picos”. Yo asentí levantando levemente las alas, resignado. Él me dijo: “Si lográs recordarlo, ahora también estarías feliz. Si uno hace fuerza, puede recordar todas las cosas buenas y volver a vivirlas. Y también entender que las puede vivir una vez más si quiere”. Y me decía una frase, que no era de él, según él se la habían contado, y decía: “por la noche, en la oscuridad, la nieve sigue siendo blanca aunque no la veamos”. Y en una de esas charlas me contó cómo él recordaba el momento en que había nacido. Me dijo que para él era muy importante recordarlo, para disfrutar de su vida, que era un regalo. Así decía, mientras miraba el campo: “Yo se que todo esto es una especie de extraña casualidad. Yo, la rama, el aire, el campo, el sol. Esa casa que se ve allá lejos, con su humo y su olor. Es extraño y mágico que todos estemos aquí. Por eso recuerdo mi nacimiento”. Una vez también me dijo: “no sólo soy consciente de eso, también soy consciente de que pude no haber sido… y de que algún día ya no seré”. Y allí volvía a formarse ante mí toda su imagen de búho, de misterio; otra vez el temor. Pero él podía pensar eso y estar tranquilo. Yo en ese momento no veía más allá de mi próxima carrera contra las flores, la próxima aventura. Ese era mi futuro más lejano: correr como un loco por el aire hasta estar a un centímetro de una roca, de la tierra, del agua y ahí doblar y subir y gozar de mi velocidad, de mi juventud. Con el tiempo fueron decantando sus palabras. Y comencé a hacer ese ejercicio de recordar. Por eso puedo recordar mi primer salto, la primera vez que pude volar. Aunque mis hermanos se hayan reído tanto de mí. Recuerdo mis plumas erizadas y la sensación de no tener suelo y la extraña sensación de que podía confiar en no tener suelo y que el suelo llegaría cuando yo quisiera y no me caería, ya no me caería. Dejar atrás el álamo un metro, dos metros, cincuenta metros, cien metros. Dejar atrás el álamo hasta que las proporciones se invertían y ahora el álamo era un punto pequeño detrás y la casa del hombre algo grande, y ver un techo, una teja, sentir el humo de la chimenea hacerme cosquillas en el pico y empaparme las alas, ahumarme las alas si yo así lo quería. Y después correr en picada hacia el agua y bañarme y desahumarme y secarme con el viento subiendo rápido. Y volver al álamo. La sensación de volver al álamo, al suelo de madera. Ahora veo al viejo álamo con el rabillo del ojo y se con seguridad que ya nunca volveré a su suelo. Una de mis alas ya no responde y será cuestión de días o de horas para que algún animal me encuentre. Por lo menos se que no será un búho, porque los pájaros no comen pájaros. Un búho es el que me salva de este momento, el búho que me enseñó a recordar. Y puedo agradecerle por estar aquí tendido y recordar mi primer salto, mi primer vuelo. Puedo sonreír con mi pico lleno de tierra y mirar mi ala manchada con sangre. Sus palabras me ayudan a entender ahora que pude no haber sido y también que ya no seré. Y que una vez volé por primera vez y llené mis plumas de aire. Que se hincharon mis plumas y se llenaron de viento por primera vez y que mis garras pequeñas no encontraron el suelo y se marearon y sonrieron y se inclinaron ante el viento fuerte y que planeé y que volví mucha veces a un álamo para volver a partir a volar muchas veces más. Todas las veces que quise volar.

inspirado en "Balada del Álamo Carolina", de Haroldo Conti.

por lucas