lunes, 24 de noviembre de 2008

El camión

un cuento.

No todas las historias tienen que entenderse. Yo recuerdo que veía a una bruja en una película de la que nunca pude acordarme el nombre. Simplemente era esa bruja, esos ojos que cambiaban de tono. Yo tenía cinco años y la pantalla de la televisión me protegía de la posibilidad de esa bruja, pero también la hacía más real. Por las noches una bruja, por las noches una bruja y un niño sobre un árbol, una caminata. Por las noches los ojos de la bruja. No había una escena, simplemente era esa suma de elementos. Bruja, niño, árbol, camino. Por eso les digo que me escuchen, que no importa cómo suceden las cosas, ni hacia donde van, sino simplemente que sucedieron.

Como decía antes de que me interrumpan, la puerta del camión se cerró unos segundos después de que el Vasquito grite que vamos a pasar la noche acá en esta estancia, a eso de las seis tamos saliendo así que los despierto así no se amanecen en plena ruta y pueden mear tranquilos.
Pero la noche todavía tardaría una hora o unos cuarenta minutos más en llegar así que pude ver claramente cómo Manuel tomaba del pico de una Sprite de litro y medio ya casi sin gas. El camión era de esos grandes, de los que transportan mercadería, pero estaba por la mitad cargado mayormente con cajas de dulce de leche.
Si hay algo que recuerdo bien de ese rectángulo, es el olor que tenía. Era un olor muy fuerte, más fuerte que el del dulce de leche y costaba dejar de pensar en él. El Vasquito nos llevaba desde El Chaltén hasta Comodoro Rivadavia, cruzando toda una provincia que íbamos a ver solamente a través de la rendija horizontal que se formaba entre la pared que daba con la cabina y el agujero del desagüe. Tiene que usarlo más seguido al agujerito el amigo, no puede ser el olor a mierda que hay, se quejaba Matías.
Desde esa rendija, entraba la luz con la que lo veía a Manuel terminándose la Sprite. Antes de salir del Chaltén, desarmando la carpa a las apuradas con la noticia de que El Vasquito nos llevaba en pocos minutos, yo había alcanzado a comprar un pan casero, un sachet de mayonesa y la gaseosa.
Lo miré a Matías que ya casi estaba durmiendo o ahora diría que pensando en algo que no se muy bien qué era; en fin, estaba en otro lugar, apoyado contra la pared del camión, los brazos detrás de la nuca y la bolsa de dormir que le tapaba los pies y las piernas. Le pregunté si había meado antes de salir, calculando que serían las nueve y faltaban varias horas para que nos volviesen a abrir la puerta del camión desde el lado de afuera. Me miró como diciendo que tan boludo no era, mientras Manuel escupía el fondito de la gaseosa al grito de yo no.
Nos reímos los tres, aunque más que nada Matías y yo, y comenzamos a jugar a un juego que ya era habitual en el viaje: nos tirábamos los tres uno al lado del otro, cada uno en su bolsa de dormir. Uno de los de la punta imaginaba algo a su antojo (podía ser desde una rana hasta una alfombra) y luego lo decía a viva voz: te paso una rana. La rana imaginaria pasaba de la mente de uno de los de las puntas al del medio, que la transformaba en otra cosa o la vestía en su imaginación, o la acompañaba de algún nuevo amigo, y la mandaba para la mente del último de la fila. Así, desde una rana llegábamos a imperios de ranas azules vestidas de smoking y así hacíamos que pase el tiempo, que era el objetivo de casi todos los días del viaje.
Se que mientras cuento esta historia Manuel también tiene su versión. Se que pasó noches en vela buscando la manera de contarla y me encantaría saber cómo son sus párrafos, cómo cuenta cada personaje; si habla de ranas o de conejos. Tal vez en su historia él tomaba una Fanta, o no tomaba nada.
Teníamos también una caja de fósforos de las grandes. Cuando se hizo más de noche, cada vez que alguno de los tres prendía un cigarrillo el camión se iluminaba por unos segundos, nos veíamos las caras y, cada uno por adentro, chequeaba si ningún otra alma miraba nuestra reunión.
Era nuestro primer viaje solos, estábamos durmiendo en la parte trasera de un camión y sentíamos que el mundo era nuestro en cada uno de los flashes de fósforo que iluminaban la noche. Eso nos daba miedo, o la soledad, o la puerta cerrada del camión sin posibilidad de salir afuera hasta las seis de la mañana. Sabés el cagazo que tenía esa noche cuando te escuchaba roncar, me iba a decir Matías treinta años después mientras se vendaba antes de un partido de fútbol cuando le contábamos la anécdota del meo de Manuel al gordo Espinoza.
A las tres de la mañana (calculo que esa sería la hora), Manuel me despertó. Tengo que mear, sí o sí, me dijo con ojos desorbitados y completamente transpirado. Matías se despertó con mi risa y los dos nos quedamos escuchando cómo Manuel buscaba por todo el camión alguna manera de solucionar su problema.
Busqué la caja de fósforos. Quedaba uno sólo. Lo prendimos y con la risa de Matías se apagó. Mientras los minutos pasaban, los ojos no terminaban de acostumbrarse a la oscuridad. La rendija era muy chica y no era una noche de luna.
Yo también empecé a buscar la solución, porque Manuel estaba insoportable y no nos dejaba dormir. Después de unos minutos, tanteando en el piso encontré la botella de Sprite. La corté con un cuchillo que tenía en mi mochila, hice un embudo, y le dije a Manuel que la use de inodoro por el agujero del desagüe. Había algo que le daba vergüenza en esto de arrodillarse con el culo al aire y mear por el embudo improvisado y además no veía nada, asi que tardó unos minutos en decidirse. Una vez que se dispuso a hacerlo, empezó a mover todo los cartones que había alrededor para que no se salpiquen. Con Matías lo ayudamos y nos dimos cuenta de que cuánto más cerca estábamos de esa esquina, más fuerte era el olor.
Yo comencé a juntar los cartones y los fui a acomodar a la esquina contraria al desagüe. Ahí directamente no se podía estar; pero había que poner las cosas en algún lugar. Puse los cartones en el piso y cuando iba a acomodar el lugar, me di cuenta de que había unas frazadas que nos podían servir para el resto de la noche.
Moví una de las frazadas y descubrí de dónde venía el olor. Con el dedo de mi mano izquierda toqué un bulto grande. Me toqué mi dedo con la otra mano y me di cuenta de que estaba mojado. En ese momento no podía hablar, y lo único que hice fue volver a tapar el bulto con la frazada. El olor me hizo hacer una arcada.
Volví a mi lugar, me tapé con mi bolsa de dormir y mientras sentía el sonido del meo de Manuel y las risas desencajadas de Matías, el pará boludo, no te rías; sabía que en un rincón del camión un bulto respiraba débilmente.

por lucas

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